Es frecuente que cualquier tipo de creyente afirme que es su religión la que le permite tener unos valores morales firmes y absolutos, de los que carece todo aquel que no profese ninguna de las innumerables creencias existentes. ¿Cómo puede establecerse una moralidad sin echar mano de alguna deidad justifique lo que es bueno y lo que es malo?. Un Dios bueno, como Yo, en contraposición de una deidad malvada como el malvado Satanás sirven al ser humano como justificación última e inapelable. Solo con un argumento sólido como éste puede construirse la verdadera moral.
Puede resultar un tanto inconveniente para la defensa de éste enfoque el hecho de que, partiendo de tan ingente cantidad de puntos de partida como número de religiones hay, todos los caminos de la moral religiosa acaban confluyendo prácticamente en los mismos principios. Si cada deidad fuese quien, de forma completamente arbitraria, decidiese lo que es bueno y lo que es malo, sería muy raro tal grado de coincidencia como la existente. Parece que el nexo de unión entre todas las morales humanas es el propio ser humano y no sus deidades. Como si, partiendo de una moral básica preestablecida y de absoluto sentido común para la convivencia en sociedad, se hubiese partido en la búsqueda de una justificación inapelable de origen divino, pero con el adecuado revestimiento de cutrez al gusto del lugar. Porque no conviene olvidar que matar o robar son intrínsecamente malos porque Yo así lo he decidido arbitrariamente y podrían perfectamente ser buenos si Yo así lo quisiese, por muy inviable que fuese entonces la existencia de sociedades humanas. También acostumbra a apelarse como fuente de moralidad a un libro sagrado escrito por los hombres pero de inspiración divina. En el caso de la Biblia es completamente imprescindible aceptar la interpretación oficial y olvidarse de muchos pasajes inconvenientes del Antiguo Testamento.
Otro aspecto inquietante de la moral humana es el ritmo al que avanza. Si se echa la vista atrás para ver la mentalidad de muchos de los pensadores más avanzados de su tiempo, es fácil darse cuenta de que la moralidad no es estática y que avanza de forma silenciosa pero implacable.
Un ejemplo es el caso del Doctor Down, que ha pasado por dar nombre al síndrome también conocido como mongolismo o idiocia mongólica. Éste, en 1866, clasificó las deficiencias mentales asimilándolas a razas humanas. Sus prejuicios le hacían considerar a la raza caucásica como la cúspide de las razas humanas y, dado que el feto humano se desarrolla siguiendo unas etapas muy parecidas a las del desarrollo evolutivo, consideraba a los deficientes mentales caucásicos como sujetos cuyo desarrollo embrionario estaba inacabado y se había detenido en alguna etapa anterior que correspondía con razas humanas inferiores. A aquellos que padecían la común trisomía 21, los denominó como "idiotas mongólicos" porque, según él, se asimilaban a ese grupo étnico. Lo más curioso es que, lo que hoy es visto como un racismo manifiesto, en su época estuvo muy mal visto entre la comunidad científica por su atrevimiento, ya que suponía aceptar a las "razas inferiores" como miembros de la especie humana.
El mismo Abraham Licoln, auténtico paradigma de la lucha contra el racismo por haber abolido la esclavitud en Estados Unidos pronunció en 1858 éstas palabras en un debate con Stephen A. Douglas:
"Diré, entonces, que no estoy y nunca he estado a favor de ninguna forma de igualdad social y política entre razas blancas y negra; que no estoy y nunca he estado a favor de votantes o jueces negros ni de cualificarlos para que ocupen cargos ni para que contraigan matrimonios con personas blancas; y diré, en adición a esto, que hay una diferencia física entre las razas blanca y negra que creo prohibirá para siempre que esas dos razas vivan juntas en términos de igualdad social y política. Y hasta donde no pueden vivir de esa forma, mientras permanezcan juntos, debe existir la posición de superior e inferior, y como cualquier otro hombre estoy a favor de la posición superior asignada a la raza blanca".
Paul Broca, profesor de de la facultad de cirugía de la Facultad de Medicina de París y prestigioso neuroanatomista, era un férreo defensor de la "certidumbre científica de la inferioridad de las mujeres", que justificaba sus prejuicios en base al menor peso del cerebro de las mujeres. En 1879 Gustave Le Bon, jefe de su escuela, publicó en la revista antropológica más prestigiosa de Francia:
"Entre las razas más inteligentes, como entre los parisienses, existe un gran número de mujeres cuyo cerebros son de un tamaño más próximo al de los gorilas que al de los cerebros más desarrollados de los varones. Esta inferioridad es tan obvia que nadie puede discutirla siquiera por un momento. Todos los psicólogos que han estudiado la inteligencia de las mujeres reconocen que ellas representan las formas más inferiores de la evolución humana y que están más próximas a los niños y a los salvajes que al hombre adulto civilizado. Sin duda, existen algunas mujeres distinguidas, muy superiores al hombre medio, pero resultan tan excepcionales como el nacimiento de cualquier monstruosidad, como, por ejemplo, un gorila con dos cabezas; por consiguiente, podemos olvidarlas por completo".
En su no muy lejano día esa era la manera de pensar de las mentes más avanzadas de la época y sólo con el avance de la conciencia colectiva que ha producido hasta hoy en día, pueden ser vistas como manifiestamente racistas o machistas. Por desgracia, hay muchos más ejemplos de cómo va avanzando la moralidad con los tiempos y basta mirar los últimos años para apreciar la creciente aceptación social de la homosexualidad y el gran avance experimentado en temas como la protección a la infancia y en los derechos de los animales. El progreso es tal, que hasta los individuos más rezagados de hoy en día están por delante de los más adelantados de hace unos pocos años. Y ese cambio está completamente sincronizado en una especie de "moral colectiva" cuyo avance hay que intentar ocultar por todos los medios porque, evidentemente, no tiene nada que ver con los inmutables dogmas religiosos. De hecho, dicho avance es mucho menor en los países teocráticos y en aquellos de mayor fundamentalismo religioso. Tal avance constituye un serio problema para Mi Iglesia, que ve cómo sus dogmas absolutos cada vez se van quedando desfasados a mayor velocidad, con la consiguiente demanda de la gran masa de creyentes que, aunque no sean capaces de darse cuenta de que el avance de la moralidad es un peligroso indicio de la falsedad de su fe, sí que reconocen tal progreso al reclamar que su Iglesia se adapte a los nuevos tiempos. Pese a que la Iglesia se ha visto obligada muchas veces en la historia a ceder en sus postulados, es necesario que siga mostrándose reticente a aceptar los nuevos valores porque eso siempre es prueba evidente de que es la sociedad y no Yo quien los dicta.
Mientras la población religiosa sufre éstas tensiones, los denostables ateos poseen una moral cuyos principios y avances son comunes a los del resto de la sociedad, pero sin tanto impedimento para adaptarse al progreso de los tiempos. También por éste motivo es necesaria la más absoluta intolerancia contra el ateísmo.
Hay que combatir contra la evidencia de la existencia de una moral innata común al ser humano, que en nada depende de las creencias religiosas. Por suerte, la mayor parte de esa población religiosa sigue teniendo la mente los suficientemente constreñida como para argumentar que a quien carece de creencias religiosas también le faltan los necesarios principios absolutos en los que fundamentar su moral y que sólo pueden provenir de la ley de Dios.
Puede resultar un tanto inconveniente para la defensa de éste enfoque el hecho de que, partiendo de tan ingente cantidad de puntos de partida como número de religiones hay, todos los caminos de la moral religiosa acaban confluyendo prácticamente en los mismos principios. Si cada deidad fuese quien, de forma completamente arbitraria, decidiese lo que es bueno y lo que es malo, sería muy raro tal grado de coincidencia como la existente. Parece que el nexo de unión entre todas las morales humanas es el propio ser humano y no sus deidades. Como si, partiendo de una moral básica preestablecida y de absoluto sentido común para la convivencia en sociedad, se hubiese partido en la búsqueda de una justificación inapelable de origen divino, pero con el adecuado revestimiento de cutrez al gusto del lugar. Porque no conviene olvidar que matar o robar son intrínsecamente malos porque Yo así lo he decidido arbitrariamente y podrían perfectamente ser buenos si Yo así lo quisiese, por muy inviable que fuese entonces la existencia de sociedades humanas. También acostumbra a apelarse como fuente de moralidad a un libro sagrado escrito por los hombres pero de inspiración divina. En el caso de la Biblia es completamente imprescindible aceptar la interpretación oficial y olvidarse de muchos pasajes inconvenientes del Antiguo Testamento.
Otro aspecto inquietante de la moral humana es el ritmo al que avanza. Si se echa la vista atrás para ver la mentalidad de muchos de los pensadores más avanzados de su tiempo, es fácil darse cuenta de que la moralidad no es estática y que avanza de forma silenciosa pero implacable.
Un ejemplo es el caso del Doctor Down, que ha pasado por dar nombre al síndrome también conocido como mongolismo o idiocia mongólica. Éste, en 1866, clasificó las deficiencias mentales asimilándolas a razas humanas. Sus prejuicios le hacían considerar a la raza caucásica como la cúspide de las razas humanas y, dado que el feto humano se desarrolla siguiendo unas etapas muy parecidas a las del desarrollo evolutivo, consideraba a los deficientes mentales caucásicos como sujetos cuyo desarrollo embrionario estaba inacabado y se había detenido en alguna etapa anterior que correspondía con razas humanas inferiores. A aquellos que padecían la común trisomía 21, los denominó como "idiotas mongólicos" porque, según él, se asimilaban a ese grupo étnico. Lo más curioso es que, lo que hoy es visto como un racismo manifiesto, en su época estuvo muy mal visto entre la comunidad científica por su atrevimiento, ya que suponía aceptar a las "razas inferiores" como miembros de la especie humana.
El mismo Abraham Licoln, auténtico paradigma de la lucha contra el racismo por haber abolido la esclavitud en Estados Unidos pronunció en 1858 éstas palabras en un debate con Stephen A. Douglas:
"Diré, entonces, que no estoy y nunca he estado a favor de ninguna forma de igualdad social y política entre razas blancas y negra; que no estoy y nunca he estado a favor de votantes o jueces negros ni de cualificarlos para que ocupen cargos ni para que contraigan matrimonios con personas blancas; y diré, en adición a esto, que hay una diferencia física entre las razas blanca y negra que creo prohibirá para siempre que esas dos razas vivan juntas en términos de igualdad social y política. Y hasta donde no pueden vivir de esa forma, mientras permanezcan juntos, debe existir la posición de superior e inferior, y como cualquier otro hombre estoy a favor de la posición superior asignada a la raza blanca".
Paul Broca, profesor de de la facultad de cirugía de la Facultad de Medicina de París y prestigioso neuroanatomista, era un férreo defensor de la "certidumbre científica de la inferioridad de las mujeres", que justificaba sus prejuicios en base al menor peso del cerebro de las mujeres. En 1879 Gustave Le Bon, jefe de su escuela, publicó en la revista antropológica más prestigiosa de Francia:
"Entre las razas más inteligentes, como entre los parisienses, existe un gran número de mujeres cuyo cerebros son de un tamaño más próximo al de los gorilas que al de los cerebros más desarrollados de los varones. Esta inferioridad es tan obvia que nadie puede discutirla siquiera por un momento. Todos los psicólogos que han estudiado la inteligencia de las mujeres reconocen que ellas representan las formas más inferiores de la evolución humana y que están más próximas a los niños y a los salvajes que al hombre adulto civilizado. Sin duda, existen algunas mujeres distinguidas, muy superiores al hombre medio, pero resultan tan excepcionales como el nacimiento de cualquier monstruosidad, como, por ejemplo, un gorila con dos cabezas; por consiguiente, podemos olvidarlas por completo".
En su no muy lejano día esa era la manera de pensar de las mentes más avanzadas de la época y sólo con el avance de la conciencia colectiva que ha producido hasta hoy en día, pueden ser vistas como manifiestamente racistas o machistas. Por desgracia, hay muchos más ejemplos de cómo va avanzando la moralidad con los tiempos y basta mirar los últimos años para apreciar la creciente aceptación social de la homosexualidad y el gran avance experimentado en temas como la protección a la infancia y en los derechos de los animales. El progreso es tal, que hasta los individuos más rezagados de hoy en día están por delante de los más adelantados de hace unos pocos años. Y ese cambio está completamente sincronizado en una especie de "moral colectiva" cuyo avance hay que intentar ocultar por todos los medios porque, evidentemente, no tiene nada que ver con los inmutables dogmas religiosos. De hecho, dicho avance es mucho menor en los países teocráticos y en aquellos de mayor fundamentalismo religioso. Tal avance constituye un serio problema para Mi Iglesia, que ve cómo sus dogmas absolutos cada vez se van quedando desfasados a mayor velocidad, con la consiguiente demanda de la gran masa de creyentes que, aunque no sean capaces de darse cuenta de que el avance de la moralidad es un peligroso indicio de la falsedad de su fe, sí que reconocen tal progreso al reclamar que su Iglesia se adapte a los nuevos tiempos. Pese a que la Iglesia se ha visto obligada muchas veces en la historia a ceder en sus postulados, es necesario que siga mostrándose reticente a aceptar los nuevos valores porque eso siempre es prueba evidente de que es la sociedad y no Yo quien los dicta.
Mientras la población religiosa sufre éstas tensiones, los denostables ateos poseen una moral cuyos principios y avances son comunes a los del resto de la sociedad, pero sin tanto impedimento para adaptarse al progreso de los tiempos. También por éste motivo es necesaria la más absoluta intolerancia contra el ateísmo.
Hay que combatir contra la evidencia de la existencia de una moral innata común al ser humano, que en nada depende de las creencias religiosas. Por suerte, la mayor parte de esa población religiosa sigue teniendo la mente los suficientemente constreñida como para argumentar que a quien carece de creencias religiosas también le faltan los necesarios principios absolutos en los que fundamentar su moral y que sólo pueden provenir de la ley de Dios.